viernes, 7 de marzo de 2014

Proclamación

Amigos, tengo el enorme gusto de volver a publicar algo este blog olvidado, lleno de polvo y poemas maltrechos. Es un relato, que regalo para todas y todos. ¡Abrazo! 




Proclamación
Hernán Morero

Ya recogí al último, por el Ravena Cassino Hotel. Después de tantos años haciéndolo, honestamente disfruto mucho de estos paseos urbanos de domingo en camioneta. Mucho más que las idas y venidas en el día, hacia playas de la zona durante la semana. Esto es más liviano, es como una charla suave, donde también me puedo sincerar. Yo quiero darle al que toma este tour una visión particular de Laguna, mi visión de sentirme como de acá. Me gusta empezar por esta parte de la ciudad, la que está del otro lado del Morro da Gloria, el Bairro do Mar Grosso, que viene a ser como la ciudad nueva. Porque puedo explicar cómo todos estos edificios, entre las Avenidas Gallotti y Rio Grande do Sul que se unen como única ruta al norte; todo este barrio entre el morro y el mar, no tiene mucho más que dos décadas, y que es un barrio de verano. El resto del año, no es más que un barrio fantasma. Y explico que la ciudad toda, la nueva que está de este lado del morro, y la vieja, del otro lado al frente de la laguna, están en la punta de una península, que acaba donde mar y laguna se unen. Subimos por el morro para poder tener una vista de los dos lados de la ciudad, y visitar en lo más alto la enorme escultura blanquísima de Nossa Senhora da Gloria, que con sus brazos en alto cobija la Laguna colonial, la protege. Al subir, de pasada les comento que el morro alberga dos cementerios, y les señalo el que la gente le dice cemitério de cima. No les cuento mucho de la vista de los muertos. También en el camino explico que es peligroso que turistas anden solos por aquí, no sólo por lo tupido de los caminos, que la vegetación del morro se empeña en invadir, sino también porque en el morro se refugian los pobres y los excluidos, y puede ser peligroso, para ellos. La bajada a la ciudad colonial, al centro, me fascina, es entrar por empedrados y paredes de colores en la historia. Las anécdotas de Anita Garibaldi me emocionan, son una bandera, con su República de julio de dos meses, en plena monarquía brasilera. Huele a sexo en la Fuente da Carioca, donde se encontraba furtivamente con Giuseppe y beber de ella me acalora y me baña para comenzar cada semana. Su figura imponente en la plaza, su brazo en alto hacia el cielo libre y su rodilla dando un hermoso paso al frente, son un estandarte en mi vida. Explico que el paseo por el centro colonial si bien culmina en el museo casa de Anita, ese edificio no es nada que se parezca a la casa de Anita, digo, como una suerte de confidencia. Nunca vivió allí, ella era pobre y en esa casa sólo la vistieron para casarla a la fuerza con un zapatero, luego que denunciase haber sido violada. La vuelta la hacemos bordeando la laguna, hasta su encuentro con el mar, en esa zona gris donde los pescadores trabajan con la ayuda de los delfines, que les traen cardúmenes a sus redes desde el mar. Me enternece esa joven pareja que no quiere que los lleve al hotel y prefieren quedarse allí, al borde de la escollera, a ver los delfines. Les recomiendo tomar el botecito al otro lado de la laguna, no cuesta más que un real. Una sensación extraña, muy extraña, me invade al verlos alejarse por el espejo retrovisor, de la mano. Quizá, luego de dejar el último, vuelva a la capital.

Gabriel tomó una de las bajadas al Bairro do Mar Grosso y fue caminando lentamente. No tenía apuro, aún era temprano, aunque ya diera fuerte el sol del mediodía. Entonces decidió extender un poco la caminata, antes de cumplir el mandado que le encomendó su madre. Fue pateando una lata, con la vista baja, sintiendo las miradas desde los polarizados balcones al verlo pasar, oscuras, pero no como su piel, ni su pelo rizado. Casi al acabársele la costanera, cumplió el encargo, y juntó una bolsa arpillera con arena mojada de esa playa. Dio una mirada hacia la escollera, entrecerrando los ojos a la distancia, como añorando, como añorando. Antes de volver, buscó una pared refugiada en una callecita desierta, sacó un aerosol verde y pintó: “Gravatá é nossa”. Apurado retomó el paso, mirando a todos lados, y volvió a casa, rogando, que este fuera por fin el momento.

La laguna está brava, pienso, y Lilica está tardando en venir a saludar, antes de avisar si van a traer algún cardumen y que hay que ir hacia el canal a tirar la red. Es esta la hora de la siesta donde da unas vueltas alrededor del barco, sabe que estoy acá, en la orilla, y da una pasada de costado, sacando una aleta, solo una aleta. Pero esta vez no, no vino todavía, y me preocupa. A lo lejos, se ven apariciones inquietas e intermitentes de aletas sobre el ondear del agua rojiza, pero no son las de ella. Veo que viene agitado Roberto, me grita algo, pero no le escucho, así que le hago señas de que se acerque. No quiero que Lilica no me encuentre aquí. “Don Marcelo, los delfines están alterados, cerca del canal saltan y saltan. No como siempre. Raúl y el resto piensan que están llamando a los barcos, que hay una pesca enorme, pero no acá”, me dijo Robertinho, tomando una bocanada de aire. “Lo veo, lo veo, Betinho, lo veo. No sé si es una gran pesca, mar adentro, no lo sé, a mi no me han avisado nada”, respondí, un poco entristecido. Nubes grises apagaron el calor del sol, y ya veía desde aquí los saltos, muy extraños, es cierto, muy alto y señalando hacia afuera, una y otra vez. Y ya una hilera de barquitos y botes salían hacia el mar. La laguna se violentó, me invadió un temor extraño, hasta que apareció ella. No saludó, directamente saltó en frente nuestro, y me vio, me vio a los ojos. En el aire clavó su brillante ojo perlado en mí, como suplicando asustada. “Vamos Betinho, vamos, tenés razón, hay que ir, hay que ir”. Y nos abalanzamos al agua, corriendo hasta nuestro barquito. Subimos exaltados y arrancamos rápidamente. Navegamos hacia el canal y las aguas hacían colinas marrones. Nos sumamos a la caravana de barcos y botes hacia altamar, rodeada de nuestra manada doméstica de delfines, que nos guiaban mar adentro. El cielo se cierra y desde los alrededores un azul oscuro va tomando las nubes, que techan la ciudad, la laguna, toda. No estoy seguro de hacer esto con esta tormenta avecinándose, de que ésta vaya a ser ‘la pesca del siglo’ que narra la leyenda, y que todos esperan. Pero sí sé, que es por algo, que ella me vino a buscar, y que nos llevan.

No era la primera vez que visitaban Laguna y esta vez Flavia insistió en alojarse en la ciudad vieja, en el centro. A Mauro le había gustado la idea, pensó que a diferencia de Florianópolis, allí podría relajarse en caminatas nocturnas, tranquilo, entre empedrados coloniales y por la orilla de la laguna. Allí estaba, sentado con la mirada pérdida en la planicie de agua cuando sintió el trueno a lo lejos, a sus espaldas. Al volver en sí, notó que nubes entre azuladas y oscuras avanzaban velozmente hacia el centro, desde todas direcciones. Se precipitó a volver al departamento que habían alquilado por el fin de semana, donde la encontró inquieta, caminando de un lado a otro de la habitación. Ella tenía un presentimiento extraño, no le gustaba nada esa tormenta. Esa “tormenta”, como le decía. Mauro procuró tranquilizarla, le dijo que estaban a resguardo, que no había razón para preocuparse, seguramente pasaría rápido. Flavia se impacientó, se acercó a la ventana y vio mecerse las palmeras de un lado a otro, quebrarse una en dos, al medio. Tembló, se agazapó y se hizo un bollo en el piso balanceándose de atrás hacia delante, pidiéndole por favor a Mauro volver, que aún estaban a tiempo. Él insistió en que ya iba a pasar, y que nada aseguraba que la tormenta no siguiese por la ruta y el resto de la costa hasta la capital y un estruendo ensordecedor desde el morro lo interrumpió estrepitosamente, y desató en Flavia un grito desesperado. Ella le imploró salir de la península y violentamente tomó de un brazo a su esposo, tironeándole. Subieron al auto, él lo arrancó un poco a desgano, caían las primeras gotas. Mientras avanzaban volaban papeles de colores, la laguna embravecía y ya todo había oscurecido. Las gotas fueron volviéndose unos chorros finitos de agua y Flavia notó un resplandor rosado salir del morro. Sintió que ya era demasiado tarde, todo se había desatado. Un relámpago inmenso cayó sobre Nossa Senhora da Gloria, y una fila de vehículos avanzaba lentamente por el puente sobre la laguna. La lluvia parecía transformarse en un muro al subir al puente y Mauro apenas podía ver entre el ir y venir del brazo del limpiaparabrisas. La laguna saltaba enrojecida como alta mar. En un ir del brazo, vieron caer el rayo gris en medio del puente, en un venir, derrumbarse todo por delante, ir cayendo de a uno los autos hasta ellos. Y se hundieron, en una profunda garganta rojiza y salina.


Se tomaron un taxi hasta la estatua blanca de Nossa Senhora da Gloria. No le entendieron nada al conductor, nada de nada. Le pidieron que esperase una media hora que dieran una vuelta. Apenas se bajaron, se fue, maldiciendo, creían. Estuvieron un rato, mientras se nublaba. “Y bueno, bajamos caminando, ¿qué tan difícil puede ser? Hay que seguir cuesta abajo nomás”. A ella le inquietaban las nubes y que ya toda la gente se hubiese ido del mirador. Ese mirador al que le daba la espalda Nossa Senhora, al igual que al Mar Grosso. Ella solo tenía ojos para Laguna. Él sólo sacaba una y otra foto, al montón de edificios, condominios y monoblocks que bordeaban la playa, al mar abierto y allí, donde se unía con la laguna. “Va a llover, va a llover, vamos”. Desde el continente avanzaban nubes oscuras y azuladas, y desde el mar, un manto nebuloso negro se avecinaba aceleradamente. “Si no es nada, esperá un poquito, que saco una panorámica”. Ella se abrigó, se pasó una mano por el brazo izquierdo, y lo apuraba con la mirada cuando se desató un violento viento que los expulsaba. “Dale, vamos, hace frío, se va a poner feo, vamos”. Ya el cielo estaba todo cubierto, con un manto morado, cada vez más oscuro y azulado. Tronó a la lejanía. Ella ya se iba por el camino de cemento donde los habían dejado y él la correteaba, cuando sintieron un estruendo ensordecedor desde las profundidades del morro, como una explosión cercana hiciera temblar el piso. Ella quedó paralizada y él la alcanzó. Se tomaron de la mano. “Esperá, che, saludemos a la estatua”. Voltearon un segundo. Al verla, de cada una de sus manos en alto brotó una ramificación de relámpagos anaranjados, hasta el cielo. Sintieron el relámpago reventar, estallar como una bomba y una patada eléctrica los voló del piso. Él cayó entre los árboles, al costado del camino, estrellada su cabeza contra una enorme roca. Ella cayó sobre la calle, de espaldas. Sólo pudo voltear y ponerse de costado, no pudo moverse más. Sintió la tormenta abrirse, las gotas caerle por la mejilla. Vio a Nossa Senhora desprenderse de su altar, bajar un pie, luego otro. Y una mano de uñas metálicas emerger del suelo, escarbando el cemento, saliendo a la superficie. Y vio a la Gloria, darse vuelta y marchar hacia el mar. Y sintió pasos, tras de sí.

Creo que estaban equivocados, muy equivocados cuando me “aconsejaron” no acampar en el camping del morro. Además de barato, quedaba cómodo para bajar al barrio turista y tender la manta de artesanías en la avenida. Tenía una vista fenomenal, me sentía como en una terraza Inca, lleno de paz. Ese domingo, cambió la vida para siempre. Apenas se acercaba el fin de la hora donde el sol arde una piel atrofiada de nacimiento como la mía. Y, aunque el trabajo haya ido puliendo de a poco esa palidez lastimosa, un momento del día debía refugiarme, bajo un árbol, en una carpa o un bar. Entonces salí de mi escondite, por una cervecita helada, y sentí un ritmo de tambores, muy detrás de la vegetación, muy detrás del camino, muy dentro del morro. Caminé por donde pude, entre los árboles, siguiendo la música como embriagado de placer hasta que divisé el lugar. Una arboleda selvática techaba, totalmente, una especie de pequeña cantera, donde una hoguera rojiza nucleaba una multitud danzante de hombres y mujeres, vestidos con túnicas blanquísimas, que relucían furiosas sobre sus cuerpos negros y esbeltos. Varios de mis vecinos formaban parte del ritual, los más vigorosos de los que conocí, rodeados por un círculo de tambores tribales, agogôs y birimbaos, que invocaban e inducían la danza circular y los brincos, alrededor de la fogata, que se levaba anaranjada, rodeada de calaveras sangrientas y de serpientes que zanjaban un círculo alrededor, una detrás de otra. No bailaban una sacerdotisa, que recitaba al fuego y lo contenía con sus manos, y un hechicero en sancos, que elevaba al cielo un cetro, con un cráneo sin dientes. De los árboles, lechuzas sostenían con sus patas, unas lianas de donde colgaban pescados globo casi hasta el suelo, donde los rodeaban velas carmesí y pétalos amarillos formando pequeñas aureolas en la tierra. La hechicera comenzó a rociar arena, una arena mojada por las zanjas que abrían laboriosamente las serpientes y elevó sus manos gritando un canto que calló los golpeteos en los surdos y atabaques  y el círculo danzante colocó sus manos en el suelo, murmurando, susurrando al piso. Emanaban, sudaban, un aire hipnótico, con el que viví siglos en ese rito, donde me inundaban sus amores, heridas y dolores, donde estábamos todos juntos, donde me hermanaba. La sacerdotisa tomó una vasija, la elevó sobre su cabeza, volteó, dejó derramarse todo un brebaje verdoso sobre la tierra y la arrojó al fuego. El círculo de negras y negros musculosos comenzó a temblar sin soltar el piso y a recitar más fuerte un canto en una lengua que desconocía, que no podía comprender, pero no importaba.  La fogata se avivó, se tornó verdosa y comenzó absorber desde el cielo un humo rojizo, como recuperando toda su alma. El brebaje se esparció sobre la tierra, reproduciéndose e invadiendo el suelo. Y los pescados colgados chorearon un alquitrán oscuro sobre el piso, formando pupilas en el piso, y ya la tierra tuvo ojos. Ya no había luz que entrase a través de los árboles y tronó el cielo, una vez, dos veces, y reventó un relámpago el morro, iluminando un segundo, todo. El hechicero elevó aún más su cetro y filosos colmillos plateados comenzaron a crecer en su calavera. Todos gritaron, exaltados y extasiados, y comenzó. Vi brotar del suelo sus manos, primero, sus cabezas luego, tomar aire, y desenterrarse el cuerpo entero. Salían de todos lados, cubiertos de harapos embarrados, emergían como nadando desde del corazón mismo del morro. El cielo tronó y la lluvia comenzó. Y todos elevaron sus rostros al cielo, para sentir las gotas que amortiguaba la vegetación que los cobijaba, y dejar que limpie la tierra que les quedaba en la cara, que los asfixió durante siglos, durante décadas. Y yo los seguí cuando marcharon hacia las calles, yo me uní a ellos.

La tormenta me sorprendió dormido en el auto. Había estacionado en mi usual puesto de taxi del centro, en la Rua Osvaldo Cabral, al frente del antiguo Cine Teatro Mussi. Me sobresaltó un estruendo brutal en el morro. Ya las palmeras se balanceaban de un lado a otro y comenzó la lluvia. Ya era tarde para ir a casa, era preferible esperar allí dentro la calma. Era apenas la tarde y, en cambio, apenas parecía caído el sol, inundando todo un oscuro cielo nublado. Me quedé un rato viendo los botes balancearse, a resguardo de la laguna que, saltaba, furiosa. La cortina de lluvia llevada hacia un lado y otro por el viento no daba lugar a visibilidad, más allá de los muellecitos de la costa y el mercado. Detrás, en el morro, tronaba como explosiones, sentí un fulgor celeste iluminar un segundo todo el cielo. Y sonaron bombas de estruendo, como fuegos artificiales, y una especie de estampida, firme, venía bajando desde el morro. Allí los vi venir, en varias columnas, cientos y cientos de ellos bajaban por la calle, pero no llegaban hasta mí. Giraban en el ex Cine Teatro, y seguían camino, entre el morro, bordeándolo, y la laguna, hacia el mar, hacia el mar grosso, por la única entrada al barrio por el sur. Tras la cortina de lluvia, sólo podía ver sus siluetas y distinguir su paso, lento pero firme. Algunos se detenían en la esquina, donde estaba la puerta del cine, admirando el lugar de arriba a abajo, como extrañando, como yo, algo. Y luego seguían paso.

João odiaba este departamento de verano que sus padres habían adquirido hacía un par de años. Odiaba tener que pasar los eneros y febreros en esa ciudad, que le resultaba aburrida y donde no estaban sus amigos, ni había un centro comercial para estar, ni nada que le entusiasmase. Odiaba a sus padres, que no entendían, que no lo dejaban tranquilo, que no lo dejaban solo, que a todos lados lo llevaban, que en todos lados estaban, siendo todo lo que odiaba. Y odiaba tener que encerrarse en ese pequeño baño, para poder escuchar algo de música tranquilo. Odiaba el clima de esta ciudad sosa, odiaba que lloviese cuando quisiese, lo que quisiese. Y más odiaba que cuando llovía así, a cántaros y rayos, que se inundase toda la Avenida Gallotti, y que subiese ese olor podrido  por las cañerías del edificio y tener que estar encerrado, en ese bañito, oliendo todo lo nauseabundo que detestaba de esa ciudad mugrienta, vagabunda y empobrecida. Sentado en el inodoro, con sus labios apretados y esforzándose por concentrarse en su tablet, odiaba esos petardos tres tiros al aire, que los imbéciles de este pueblo maloliente y de su morro miserable no dejaban de tirar una y otra vez, aunque lloviese, aunque tronase y relampaguease. Y, en cierto modo, fue un alivio, luego de un pequeño susto, ver desmoronarse el piso a sus pies, y ver en un segundo, a su alrededor, las paredes deshacerse, y sentirse caer, hundirse en los escombros.



Desde el sexto piso no puedo ver bien que ocurre en ese tumulto en la calle, en la Avenida Gallotti, tras este manto lluvioso y extrañamente, rodeado de humo. La convenzo a Rita de bajar, me pongo la primera remera que encuentro, la del Gremio, y bajo por las escaleras, no hay electricidad, ni adentro, ni afuera. Desde el hall del edificio los veo, entre cortado por hilos grises de agua. Están como abrazando las paredes de los edificios, como si los acariciasen, y los besasen. No es posible, tampoco es posible, humo blanco, o nubes, entre la lluvia, pero ocurre, y me acerco a la puerta vidriada para ver mejor. Salgo a la vereda, y allí están, royendo la base de los muros con los dientes, sí, con los dientes. No lo puedo creer, me acerco, meto los pies en el río de la avenida, avanzo hasta el medio de la calle. Uno de ellos, un hombre cubierto de harapos, recuesta toda su cabeza hacia atrás y veo todo el perfil de su cara. Quiere masticar ese cemento, con una dentadura completa de largos colmillos de plata, y tragarlo todo. Goza sentir el agua correrle por la frente y vuelve a morder la pared. Arranca y escupe un pedazo, desenfrenadamente. Un relámpago inmenso y arbolado desde el mar ilumina todo, un segundo. Están en todos lados, están en todos lados.

Hace más de diez años que en el verano trabaja en el Laguna Praia Hotel, desde que era un adolescente. Es un hotel de segunda, pero a él, no le importa. Sólo que es un trabajo de verano, que ayuda mucho en casa. Atiende la recepción desde la mañana hasta el atardecer, y se contenta con el espectáculo de la Avenida, desde el mostrador. Sólo hay movimiento cuando llegan los ómnibus de agencias, con grupitos de argentinos. El resto del día, está en primera fila de la calle. Ellos se quejan y se quejan, pero a él no le importa nada. Se alojan en un hotel de segunda, ¿qué esperan? Y vuelve a mirar por la puerta principal, la salida. A veces, cuando llueve mucho, como estaba lloviendo, la avenida va haciendo una especie de río y ya no es sólo la laguna la que se besa con el mar. Ve subir y subir el río, que es calmo, sin corriente. Los turistas ya están todos escondidos en sus habitaciones, de las que ahora, no tienen quejas. El agua de la avenida todavía no sube, pero sí llueve fuerte, fuerte, soplando el viento, casi sin luz. Por momentos se ilumina todo, unos instantes, con destellos de colores, anaranjados, celestes o puramente blancos, entre truenos explosivos, que bajan desde el morro, y destellos desde el mar. Con el agua por los tobillos, comenzaron a aparecer, a verse desde el portal. Entonces se acercó, maravillado. Venían de un lado y del otro de la avenida, se asomó, y vio que también venían por las calles aledañas. Parecía que los veían desde los edificios. Negros y negras, marchando lentamente bajo la lluvia, con la vista soñolienta y vestidos en harapos empapados en barro negro y rojizo. Deteniéndose en pequeños grupos, rodeando los edificios, se arrodillaban de cara a la pared. Los ve arrodillarse de frente a las columnas del hotel, las que sostienen el alero del estacionamiento. Y allí los tiene de cerca. Sus ojos sólo son pupilas negras, tibias y pacíficas. Una de cabello ondulado lo mira a los ojos, inclinando dulcemente la cabeza, y él siente un cariño especial por ella, que se vuelve sobre la columna, abre su boca, emergiendo una dentadura larga y puntiaguda de colmillos de metal. Y roen y roen la base de las columnas. Fascinado piensa, que son como él. Entra en el hall, toma un cincel de la caja de herramientas bajo el mostrador de la recepción, una maza, y sale a la calle. La lluvia lo serena, le reduce la emoción y lo inunda de una inmensa paz de liberación, de renacer. Y comienza laboriosamente a picar la base de las columnas del hotel.

Esperé toda la mañana para sacarte la ropa, bueno, esta tanguita, esta mallita. Cuando te veía salir del mar, con tus pezones erectos. Yo usando sunga por primera vez en mi vida, sentí la libertad que siente tu piel en la playa, como sentís el agua recorrerte el cuerpo. Me excita tu piel dorada, pero más me excita sacarte la malla y ver la marca del sol en tus tetas, tus redondas tetas. Estuve toda la mañana fantaseando con hacer esto, girarte y ponerte contra la pared. Y te tiro en la cama, te veo completa desnuda, desplegada toda tu cabellera en la cama blanca, de piernas abiertas. Truena, truena, o tiran cohetes, no sé. Pero llueve, ¡y cómo quiero derramarme en todo tu interior. He tenido diez erecciones contigo esta mañana, por eso ahora está tan dura, quiero meterla dentro tuyo, quiero dártela completa. Me excita que la sientas dentro, que te arquees así. Y sé que a vos te excita sentir esta tormenta, y quiero penetrarte, y penetrarte. Te levanto la pelvis, quiero ver como entra y como sale, y con la punta quiero sentir esa rugosidad dentro tuyo. Me detengo a sentirlo, a frotártela con todo el glande. Me enloquece el ir y venir de tus tetas cuando te doy y te doy. Y que me agarres y me aprietes el cachete de la cola. Yo también, te agarro de la cola, y bajo la velocidad, porque me vuelco, me vuelco. Trato de pensar en otra cosa, veo por la ventana de este quinto piso, y afuera se cae el cielo, la tormenta es violenta, truenos furiosos suenan y suenan, o bombas, y las olas revientan el mar. Y te vuelvo a ver y te derramaría todo encima, no aguanto más, mi amor, me excitas, sos hermosa, tus tetas son hermosas, todo tu pubis es hermoso, tu jadeo es hermoso ¡Sí! ¡Sí! ¡Tomá, tomá! Se cae, se cae, se cae el techo, las paredes. No me importa, ¡Qué se caiga todo! ¡Tomá mi amor! ¡Tomala toda! ¡Toma! ¡Qué se derrumbe todo! ¡Qué me importa! ¡Qué se derrumbe!

Salí afuera, enfrente de esta plaza triangular donde se unen las avenidas del barrio en un solo camino al norte y me detuve en medio de la calle, con el agua debajo de las rodillas. Sigue lloviendo, como celebrando a cantos y truenos. Estaré loco, habré comenzado a delirar, luego de semanas y semanas de libros de cosmología y etnología para iniciar mi tesis. Pero parecen oírse tambores, atabaques y un ritmo de agogôs, tras la lluvia, que no cesa, tras el viento, que no cesa, y bajan desde el morro, que nos rodea desde el oeste. No es posible, han vuelto, y nos rodean. Son cientos y cientos. Caminan a mi alrededor lentamente, pero firme, por la calle, por la vereda, con una mirada tierna y completamente negra, como quizá alguna parte de mi alguna vez lo fue… Sale un visitante de un condominio vecino con un palo de sombrilla en alto. Cuando llega a la vereda y los ve, no puede, baja su puñal, se queda como yo, admirando. Siente, como yo, que nos traen paz, que nos van a liberar, que no tendremos que lastimar más, ni correr más tras de nada. El agua ya nos recorre la cara sanándonos, aliviándonos, aunque el cielo reviente con relámpagos las construcciones de la playa, aunque las estructuras cedan de a poco al roer parejo y diligente de esta muchedumbre. Se oye el estrépito de un derrumbe tras el velo del agua, mezclado con el tronar de la lluvia, luego otro. Un fulgor turquesa ilumina un segundo, hace un instante de día, como para mostrarme, no sólo un mar furioso. Han caído los edificios del frente y los escombros cierran la calle, la única salida del barrio hacia el norte. Y están en todas las calles, están pegados a todos los edificios, caminan a nuestro alrededor, nos miran con pena y piedad y amor. No nos atacan, no nos atacan a nosotros. Sólo hunden el barrio, y nos entierran con él. Son ellos. Ya vienen, nuestros muertos, a proclamar la República suya. 

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